Nací en Tijuana, Baja California, México. Una ciudad fronteriza de sueños y suelos accidentados, que se aferra y crece acorralada entre piedras gigantes, bosque, desierto y mar; donde puedes apreciar cómo se filtran las culturas desde y hacia un país vecino (de un país “desarrollado” a otro en “vías de desarrollo”, y viceversa).
Me tocó crecer en esta zona híbrida culturalmente, entre los recovecos de los límites impuestos en forma de una «barda» de metal y de concreto, en donde las políticas de “cooperación internacional” insisten en acentuar las diferencias y reforzar los obstáculos físicos como si eso detuviera el instinto natural de migrar.
Nacer y crecer en la frontera obliga a cuestionarse muchas cosas en torno a la movilidad, a la igualdad y al respeto, por ejemplo: ¿Algún día aceptaremos nuestro instinto nómada? ¿Ese que nos obliga a desplazarnos en busca de un sueño, que no necesariamente es «el sueño americano», un sueño que está más relacionado con nuestro ánimo de sobrevivir que con las ganas de iniciar una vida en un entorno distante y distinto al terruño?
Hasta hace poco empecé a entender el sentido que se le da a la palabra activista. Aunque nunca me he considerado como tal, ahora entiendo que para algunos eso es lo que soy, una activista. Aceptar ese calificativo solo ha sido posible con el pasar de los años, entendí que la realidad que me tocó vivir en mi querida Tijuana tiene que ver con sus características de ciudad fronteriza, y que mi personalidad no da para limitarme a observar y quedarme con los brazos cruzados ante situaciones que no estoy de acuerdo.
La violencia que se desató hace algunos años fue lo que me provocó. Una serie de situaciones que cambió por completo la dinámica de la ciudad fue suficiente para obligarme a participar. Aunque en ese entonces no tenía claro todo lo que de ahí se iba a desprender, fue así, que sin buscarlo, desde hace varios años, para ser exacta doce años, me he involucrado en distintas iniciativas ciudadanas que han procurado mejorar las oportunidades y condiciones en las que viven las personas de esta y otras ciudades de mi hermoso México. Sin querer queriendo, como dice el famoso personaje de El Chavo del ocho, he aprendido mucho de mi país y, tristemente, he sido testigo de los grandes vacíos que hay entre lo que debe ser y lo que es.
Como algunos imaginan, decir lo que piensas puede ser suficiente para ponerte en riesgo. Aprovecharé este espacio para compartirles algunas de las situaciones a las que me he enfrentado en mi insistencia por hacer de este mundo un lugar mejor, donde la convivencia respetuosa sea posible y donde las futuras generaciones tengan la posibilidad de vivir una vida digna. Las historias que leerán son las que, según otros, valen la pena compartir. De muchas formas, esas historias podrán parecer un cuento; sin embargo, no hay ficción que no se desprenda o se inspire en la realidad.